Amo esta soledad de tu boca,
henchida en silencio y en gemidos de viento.
Me cruzas despacio con tus manos,
cuelgas los símbolos del fuego en mi pecho...
pájaros, luces de un faro, lluvia...
signos inequívocos que traen tu palabra.
Como todos los silencios regreso de la noche.
No me olvido de las estelas
en que me deshago en la oscuridad,
ni del respirar a golpes de morse
en una infatigable melodía
que clama al horizonte.
Detrás de las mareas
siempre hay para el ahogado
una nueva senda.
Es verdad que el océano no perdona,
es el ciego señor
que cuando respira se desata la ira.
Empaparme de lluvia...vivir en silencio.
Respirar el amanecer y vestirme
con la sencilla urgencia del tañido lento de la luz.
Sé que vuelven mis pasos a inundarse de murmullos
y que crezco en las palabras como una vela al viento.
Me lleva un sonido de tormenta, un pasar de nubes...
aunque la argolla de un muelle,
la branza de los condenados,
me sujeta eternamente a la orilla
y desde los arrecifes diviso el horizonte...
ahora apagadas, quedan en mi mente
las sílabas de un fuego nocturno que ilumina el faro.
Previo a todos los amaneceres, en medio de la oscuridad de la noche, el mar se pregunta por ese fuego difuso que acaricia su sombra con un vaivén constante, con un orden que lo hace estremecer.
Un faro es algo más que una palabra, es la luz que un pájaro abandona en el cielo, la llamada agreste de lo abandonado, el sabor del peligro, la caricia de la brisa, su mirada, el azul olvido donde yo te espero.
Rencor de las horas,
el día adormece tu dicha.
Isla de soledad,
impenetrable como un suspiro
anuncias ser vigía del silencio.
Tu voz es callada como la noche
y aunque respiras con largos destellos
tus breves palabras llegan lejos,
habitan el horizonte de un libro eterno,
trasmites el calor del ángaro
cuando una mirada busca saber
donde se encuentra un nuevo refugio.
Sabes de mí, esta duna del mar que avanza sola, que se interna entre las olas lentamente, como un barco mercante en busca de un horizonte lejano y eterno. Recórreme, vengo del faro, soy difusa como su luz aunque mi huella en tu piel sea de arena y él se aleje fugaz tras besarte y retener tu sombra en su pupila.
Un océano es un bosque de azulados abismos, en él se pierden las palabras como gaviotas buscando el horizonte. Poseo de tu nombre todas las letras y lanzo mis caricias lejos, esa lejanía de lo imprevisible, el lugar por donde vienen siempre los barcos. Para llegar a ti no basta con creer en el mañana, debo ser constante, y todas las noches iluminar el camino que nos acerca al cielo.
De lejos, vendrá de lejos, porque a veces las llamadas se hacen de señales invisibles para otros, vínculos de fuego que queman la noche y que sólo ella sabe ver cuando en el silencio resuenan tres ráfagas de luz que conmueven el agua y una larga espera que la nombra.
Soy el acoso, un deseo envolviendo una isla. La luz en la noche, el sendero de ternura que navega y se hace viento, rayo intermitente que te busca. Soy soledad, la ausencia cuando tú no estás, el rincón de la tormenta en la espera, ese faro que se derrumba como un silencio cuando te marchas.
Rodéame de luz, soy un faro dormido por la ausencia, ese estruendo de vigilia me delata. Solo, habito el deseo como el océano su hondura. Camino descalzo por la playa, el frío se desnuda conmigo, las sombras carecen de tus manos y se ciernen como la nieve entregadas a mi cintura. No temo, cada vez temo menos, soy el guardián del abandono,
el quejido y el sabor del amanecer todavía perdura en mi mirada.
Si te digo que te amo
y uso un círculo de luz
que hiere la oscura humedad de la noche,
sentirás cada doce segundos
la sensación de mi olvido,
el silencio guareciéndolo todo,
esa ausencia que sin querer
trae su pequeño trozo de muerte.
Hay océanos que apresan los silencios, encierran en su cuerpo la humedad del miedo. He oído el silabeo de los pájaros, su quejido lejano, la ansiedad del vuelo. Así, en esta luz en que la noche me pronuncia, me redimo del eco de tu ausencia, soy el faro perpetuo, tu llamada, el último deseo, la caliente tentación de una llama.
Recito un compás de pérdidas,
una canción de luz enhebrada a la noche.
Si mis manos no fueran tan precisas
navegarían lejos,
tan lejos como las sombras se acabasen,
allí serían un descanso del fuego,
la buhardilla incendiada en el anhelo,
el ángaro donde depositar tus ojos,
un amanal donde renovar el fruto y su silencio.
Me he sentado al borde mismo de tu sueño,
como el vigía incansable que en silencio te desea.
He abierto la luz, el manto azulado
es un desierto de memoria que te cubre,
una emoción que en mi ausencia se rebela.
Pero vuelvo con el relámpago de mis dedos,
la llama que te incendia
y en su caricia
se cerciora de que existes.
Sombra en la luz del atardecer. En la espera de los muelles. En los silencios del agua y su murmullo. En la lejana silueta de los pájaros. En el reflejo ahumado del horizonte. Entre los barcos, sin hombres, sin manos. En las maderas repintadas del azul de la siembra. En el fuego de voces de la cantina. En las rocas húmedas del tiempo. En la mirada antigua y elevada del campanario. En la cadencia perfecta del faro.