Sin duda. Aquellos fueron los días más felices de mi existencia. Yo vivía en una casa antigua, privilegiadamente situada al borde del mar. Había sido construida en el siglo XVIII, y sus actuales dueños, descendientes directos del matrimonio que la ordenó edificar, la habían convertido hacía algo menos de tres años en lo que ahora tiende a llamarse hotelito rural.
Mi habitación era una de las mejores. El azul intenso que caracteriza al Cantábrico servía de cortina y de cuadro que adorna las paredes a partes iguales. Su color, tan característico, pero también su olor, su música, o esa capacidad para convertir la calma en tragedia en apenas unos segundos, protagonizaban mi vida. Mis días, pero también mis noches.
Ella llegó un catorce de Septiembre. Despacio, sin ruido, sin aspavientos. Como llega el otoño cuando no se hace esperar.
Por eso que algunos llaman casualidades de la vida, enseguida se acercó a mi lado. Primero me observó, con una de esas miradas que lo quieren saber todo sin necesidad de decir nada. Luego me escuchó. Finalmente, sin haber oído una palabra de su boca, me acarició.
Me dejé tocar. Con cautela. Ante la mirada de los cuatro o cinco que estaban allí mismo, aunque con otras cosas más interesantes que hacer que contemplar a dos almas empujadas por el deseo.
Pasaron los primeros minutos, las primeras horas. La intimidad creció en proporción a lo solos que nos fuimos quedando en aquella habitación redonda, acristalada, asomada a un azul ahora casi negro iluminado por una lejana luz que se hacía llamar faro.
La timidez de los primeros roces convertida ahora en descaro. Olvidado lo dulce del primer encuentro, empujada por la fuerza de la pasión. La emergencia del que se sabe compatible con el de enfrente, de quien no quiere perder la oportunidad.
No hicieron falta palabras. Desde aquel primer contacto, nos reencontrábamos cada noche. A la misma hora. Cuando nos asegurábamos que el resto se había ido a dormir.
Inventando cada noche nuevas formas de ganar...
Ella se fue como llegó. Como es devorado el otoño por un invierno que no tiene facilidad para avisar.
Y hoy sigo mirando al azul Cantábrico desde esta habitación redonda en la que me sé viejo, viejo pero vivo, recordando aquellas manos largas, profundas, caprichosas, inusuales. Esas que un día detrás de otro consiguieron dar un poco de color, al fin, a mis pupilas en blanco y negro.
Lunarroja
Foto
7 comentarios:
Un minirrelato, precioso y muy poético. Con un encanto especial.
Besos.
Transportandome...
Un abrazo.
Fernando, gracias por la foto... No podía ser de otra manera.
;-)
Besos azul Cantábrico.
Bello relato. La pasión compartida del intérprete con el instrumento. El instrumento sabiendo lo que es la música.
Besos
Alba
vaya... y nunca volvio? no haberla dejado marchar.
saludos
Precioso!!!!, un relato como decimos aca redondo, felicitaciones lunarroja.
Saludos
La foto es del Palacio de la Magdalena en Santander, mi país.
Pero hay tantas casas antiguas al borde del mar! Esta se construyó como residencia de verano para los reyes de la época, Alfonso no sé qué, pero no se ha usado prácticamente. Es imponente en su península, cuando la ves de cerca impresiona.
Besos,
ana.
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